SALUD MENTAL Y LEGISLACION

Este país dispone, en el momento presente, de un marco jurídico referido o referible a los enfermos mentales que puede calificarse de avanzado, progresista, como mínimo posibilista, y en algún aspecto adelantado a lo existente en los países de nuestro entorno geográfico y cultural. Tales son los calificativos que convienen, por ejemplo, a los artículos 15, 17, 24, 43 y 49 de la Constitución, a las modificaciones del Código Civil en materia de Incapacidad y Tutela, a los cambios en el Código Penal (sobre todo artículo 8), el artículo 20 de la Ley General de Sanidad…
Hay tres aspectos de dicha legislación que merecen ser especialmente considerados: En primer lugar, no existe una norma específica que regule el internamiento psiquiátrico, lo que, sin duda, es un logro del esfuerzo colectivo, articulado, de profesionales de la Salud Mental y del Derecho, conscientes de que su existencia sería la condición jurídica para la marginación social de los enfermos mentales. En segundo lugar, y relacionado con lo anterior, la suficiencia del artículo 21 1 del Código Civil para regular el internamiento involuntario que en todos los casos exige la intervención judicial, para autorizarlo o no, en base a motivos exclusivamente clínicos o asistenciales y siempre en una función tutelar y garante de los derechos del presunto enfermo mental. Por último, la actual redacción del artículo 8 del Código Penal que abre posibilidades, escasamente utilizadas, de tratamiento distinto al encierro permanente en los casos de sentenciados en los que se ha apreciado la eximente de enajenación mental (posibilidad de utilizar «otros establecimientos», o el tratamiento ambulatorio).
A este panorama normativo se opone, en algunos casos como su contrario, la realidad social de las instituciones sanitarias, judiciales, penales o mixtas, así como la situación de los sujetos psiquiatrizados o psiquiatrizables: Amplias capas sociales privadas del derecho efectivo a la asistencia, persistencia hegemónica del manicomio, con viejos y nuevos nombres, que mantiene la generalizada y gratuita conculcación de derechos y libertades fundamentales, persistencia de Unidades de Judiciales y de Psiquiátricos Penitenciarios, supuestas reformas que se imponen de modo violento a los sujetos implicados (y algunas fiscalías saben que no son figuras retóricas) y, por último, expresiones de activismo asistencial que desconoce la necesidad de ser llamado (o al menos de pedir permiso) para entrar en la casa o la vida de la gente…
Esta distancia entre norma avanzada y realidad miserable está ocupada por carencias de recursos, tanto en el campo sanitario como en el judicial y penitenciario, por disparidades en la interpretación de las normas e incumplimientos de los preceptos procesales, por hábitos enquistados, rutinas seculares y actitudes viciadas: cierto que hay pocos recursos pero algunos jueces ven y hablan, en el plazo de 72 horas con todos los sujetos de su jurisdicción en que se ha producido ingreso involuntario urgente. Son la excepción, pero muestran la posibilidad. Y algunas fiscalías, como la de Barcelona, con una práctica y unas iniciativas verdaderamente ejemplares. Y determinados servicios psiquiátricos que proponen, aceptan y asumen el tratamiento de sujetos implicados en graves y públicos hechos de violencia, en quienes se apreció la eximente de enajenación y la posterior remisión o curación del trastorno.
Frente al riesgo de una confrontación intercorporativa, la posibilidad (y la realidad) de confluencia de colectivos críticos del campo del Derecho y de la Salud Mental, con una historia de encuentros que ya se mide en decenios, y cuya tarea presente va dirigida a reducir la distancia entre norma y realidad social, oponiéndose a una ley específica, conociendo, divulgando, denunciando la situación de las instituciones de internamiento, civiles o penales, sanitarias o sociales e insistiendo a quien corresponde en cada caso (juez natural, juez de vigilancia penitenciaria, fiscal, administración penal, judicial o sanitaria) a que intervenga ante lo denunciado. Denunciando la ilegalidad de los Psiquiátricos Penitenciarios y de las Unidades de Judiciales y advirtiendo de los riesgos de un rápido, falso y demagógico desmantelamiento, que necesita como condición previa el desarrollo de servicios sanitarios generales de tipo intermedio y de rehabilitación.
En fin, reflexionando conjuntamente sobre la propia noción de inimputabilidad y la pertinencia o no de su aplicación a los enfermos mentales o interrogándose sobre la legislación laboral, y el modo como contempla los trastornos psicológicos y si contribuye a disminuirlos o aumentarlos en la población.

 

Las bolsas negras de la psiquiatria del Estado español

Nos encontramos a las puertas del mítico 92, consagración, parece ser, de nuestro país como miembro del club de Estados modernos, propulsores del progreso y el desarrollo científico y tecnológico de sociedades avanzadas.
Sin embargo, paradójicamente, subsisten en él realidades menos triunfalistas y más vergonzantes, lacerantes resonancias de otros tiempos de nuestra historia de las que apenas se habla: nos referimos a las bolsas negras de la psiquiatría española que, lamentablemente, coexisten al lado de las experiencias avanzadas, de los éxitos en el desarrollo de nuevos modelos de atención en salud mental, de psiquiatría comunitaria.
Extremadura, Castilla, León, Baleares (excepto Ibiza y Formentera), Cantabria, la Galicia interior, son algunos de estos territorios, en los que sus habitantes sufren una clara discriminación en cuanto a la calidad de los servicios y prestaciones de atención psiquiátrica y de salud mental pública comparándola con la recibida en otras regiones del Estado español.
El repertorio de servicios asistenciales se reduce a los dispositivos manicomiales como los de Oña, Palencia, Lugo, Mérida, Mallorca, a la consulta del neuropsiquiatra del seguro y a alguna unidad básica de salud mental del Insalud (uno de cada 5 ó 6 beneficiarios de la Seguridad Social) y alguna unidad psiquiátrica del hospital general, aunque todavía hay comunidades autónomas como la Balear sin ninguna unidad psiquiátrica de hospital general funcionando.
En esta situación de flagrantes desigualdades territoriales está pesando la lentitud que experimenta la Reforma Psiquiátrica en el Estado (al menos en relación a las expectativas iniciales), el desarrollo de la Ley General de Sanidad.
La promulgación de esta Ley ha producido indirectamente una desinversión acelerada en materia psiquiátrica en un gran número de diputaciones provinciales, cabildos y consells insulares, atención cuyo coste representa entre el 15 y el 30% de sus presupuestos. Estas administraciones locales en la expectativa inminente de transferir sus hospitales psiquiátricos a la Administración central, o a la autonómica, no han emprendido plan alguno de transformación de dichos dispositivos, así como su adecuación a un modelo de atención psiquiátrica más moderna.
Por otra parte, las administraciones autonómicas que accedieron a sus Estatutos de Autonomía por la vía del artículo 143 (vía lenta hacia el techo competencial), no tienen voluntad política para asumir y activar procesos de reforma psiquiátrica en sus respectivos territorios, justifican esta actitud de inanición con el argumento de que nada puedan hacer mientras no reciban las transferencias y recursos sanitarios que establece la Ley de Sanidad.
En este «maremágnum» nadie se siente responsable de la atención psiquiátrica; mientras tanto, languidecen los manicomios, y con ellos la población de crónicos, y los usuarios de servicios psiquiátricos y de salud mental se ven condenados a recibir una atención obsoleta y claramente cuestionada en su totalidad.
Insalud se ha convertido en la Administración que muestra una mayor iniciativa en la creación de recursos de salud mental, aunque sus 70 unidades básicas de salud mental no den cobertura especializada más que a una sexta parte de la población, claramente insuficiente, aunque frecuentemente son las delegaciones provinciales del Insalud quienes ponen freno a los planes de ampliación de la cobertura de salud mental a la población, en base a otras prioridades de inversión sanitaria.
Esta Administración, excepto en donde los Comités de Coordinación y Enlace funcionan mediante convenios con las administraciones autonómicas, está siguiendo criterios de planificación internos de sus recursos de salud mental, en lugar de contemplar otros criterios más adecuados, como la complementariedad, reequilibrio y compensación en aquellas zonas geográficas más deficitarias en este campo, con el fin de ofrecer una cobertura de asistencia psiquiátrica y de salud mental más equilibrada con menos desfases entre unas regiones y otras. Pero, salvo excepciones, las comisiones de Enlace y Coordinación previstas por la Ley General de Sanidad no funcionan en absoluto. Estas comisiones, constituidas por el Ministerio de Sanidad y las administraciones autonómicas, con la posibilidad de participación de otras administraciones locales, deberían ser en estos momentos el verdadero motor de la Reforma Psiquiátrica y con más razón en aquellas zonas del Estado más atrasadas. Frecuentemente, ello es debido a razones políticas aunque su responsabilidad, tal como dice la Ley, sea la de establecer una planificación en materia sanitaria en base a las necesidades planteadas en la Comunidad Autónoma respectiva y a promover aquellas medidas destinadas a satisfacerlas. Cuando esto está en juego, no podemos entender ni compartir razones políticas que sustraigan a estas comisiones de su cometido.
En el último mes de febrero la AEN celebró en Madrid unas Jornadas sobre la «Reforma‑No Reforma de la Asistencia Psiquiátrica en España y el papel de la AEN», cuyas conclusiones aparecen en esta Revista. En ellas se instaba a las autoridades a dar un mayor impulso a la Reforma Psiquiátrica ante la preocupación que producían la aparición de síntomas de ralentización de la misma.
Hoy no podemos permitir ni quedar impasibles ante la existencia de bolsas negras en la atención psiquiátrica y de salud mental en el Estado español, bolsas que condenan a millones de personas a la que tienen claramente derecho y de la que otros conciudadanos disfrutan en nuestro país.
Celebramos este paso dado por el Ministerio de Sanidad hacia la universalización de la Seguridad Social al 99% de la población española; creemos que es una medida de una enorme trascendencia y que va a tener consecuencias también en el campo psiquiátrico.
Asimismo, apelamos a un mayor sentido de responsabilidad a las distintas administraciones con competencias y recursos en materia psiquiátrica de modo que contribuyan a desbloquear esta situación de «impass», con una mayor generosidad y amplitud de miras, a fin de garantizar unos servicios de atención a la población acordes al lugar que el Estado español ocupa en el concierto de naciones.

 

EL FUTURO DE LOS PSIQUIATRICOS PENITENCIARIOS

Resulta difícil pensar en las Instituciones Psiquiátricas Penitenciarias sin que surja la polémica cuestión de si los enfermos psíquicos pueden ser, o no, responsables de sus actos cuando cometen un delito o una falta y, si lo fuesen, en qué grado.
La necesidad de mantener estos Centros resulta, cada vez más, carente de sentido. Ninguna institución asilar o custodial ejerce la función terapéutica precisa, pero las reformas en los ámbitos civiles y penitenciarios no han sido paralelas, quedando, en este último, pendiente de abordar. Por ello, no podemos entrar en la contradicción de exigir la desaparición de estas Instituciones, sin sugerir propuestas alternativas a las mismas.
Para los profesionales de la Salud Mental, legos en materia jurídica, el reconocimiento, por parte de los jueces, de la ausencia de responsabilidad criminal en una persona calificada INIMPUTABLE, por aplicársele la circunstancia eximente completa por enajenación mental, solamente precisaría su inclusión en un proceso terapéutico. Es difícil entender que la «absolución» requiera de una medida de seguridad que, en el tiempo, constituye una privación de libertad superior a la que le hubiese correspondido de haber sido declarada IMPUTABLE. Estas situaciones se siguen produciendo a pesar de la última reforma del Código Penal, por lo que, lamentablemente, cabe pensar en la REIMPUTABILIDAD como garante de derechos. Sirva, como ejemplo, el de un deficiente mental que, tras romper un cristal de un establecimiento y sustraer enseres por importe de 9.000 pesetas, sumados los daños, permanece más de diez años en un Psiquiátrico Penitenciario.
La equiparación entre enajenado y enfermo mental no es siempre posible ni exacta, porque la motivación en la comisión de un hecho delictivo no se deriva forzosamente, ni tiene relación directa —en todos los supuestos— con la enfermedad mental. En ocasiones, la ligereza y escasa fundamentación de los peritajes conduce a sentencias injustamente condenatorias o absolutorias inadecuadas, que permiten el abuso de esas peritaciones de complacencia en las que siempre se encuentra un trastorno que justifica el delito.
Si queremos asumir este espinoso problema, de forma responsable, deberíamos empezar a trabajar por las alternativas a los Centros Psiquiátricos Penitenciarios, a instancias del compromiso de las Instituciones Sociales y Sanitarias civiles, para que contemplen la creación de recursos asistenciales suficientes que den respuesta a las necesidades terapéuticas de esta parte de la población RECLUSA‑ABSUELTA, privada de libertad por enfermedad psíquica.
Si pretendemos reformas sucesivas de las leyes penales, habremos de exigir, desde la coherencia de nuestras reivindicaciones, la creación de estructuras terapéuticas y rehabilitadoras que hagan innecesarios a los Hospitales Psiquiátricos Penitenciarios.
No se trata de utilizar el mismo tipo de recursos existentes y escasos actualmente, sino de empezar a pensar en la creación de equipos multidisciplinares cualificados, así como de recursos capaces de contener esta demanda con programas de rehabilitación apropiados a sus características, mediante la puesta en marcha de Centros supervisados de atención continuada, comunidades terapéuticas, casas a medio camino, etc., que, coordinados con las Unidades de Agudos de los Hospitales Generales Penitenciarios y con los Servicios ambulatorios de Salud Mental comunitarios, diesen respuesta a las necesidades terapéuticas, imposibles desde las actuales Instituciones Psiquiátricas Penitenciarias.

 

Editorial

La publicación del «Estudio y recomendaciones del Defensor del Pueblo sobre la situación jurídica y asistencial del enfermo mental en España» constituye uno de los hechos de mayor relevancia que se han producido en los últimos años en relación con la situación de la asistencia psiquiátrica en el Estado Español.
La necesidad y oportunidad de este informe está fuera de toda duda, si tenemos en cuenta la aparición de preocupantes síntomas de ralentización del proceso de reforma en algunas comunidades, la inexistencia de este proceso en otras, así como las crecientes desigualdades territoriales existentes en el Estado, en cuanto a la dotación de recursos, su despliegue territorial y su orientación comunitaria. El informe introduce de forma exhaustiva y sistemática, un punto de vista contemplado hasta ahora parcialmente: los derechos de los pacientes psiquiátricos y sus garantías, incidiendo particularmente en lo regulado en la legislación general de carácter civil y penal; a este respecto deben señalarse algunas insuficiencias del informe en relación con el ejercicio de los derechos de los usuarios de servicios sanitarios recogidos en la legislación sectorial sanitaria y, más concretamente, en los Arts. 10 y 11 de la Ley General de Sanidad y en la Legislación de algunas comunidades autónomas.
De cualquier forma, para los profesionales de la salud mental, debe constituir un motivo de satisfacción la realización de este informe por parte de una institución ajena al sistema de salud y es preciso, por tanto, aplaudir la iniciativa de la Oficina del Defensor del Pueblo.
Desde 1983, en los sucesivos informes generales que con carácter anual el Defensor envía a las Cortes Generales, esta Institución ha prestado atención a diversos problemas relativos a la asistencia psiquiátrica, denunciando la insuficiente cobertura de la atención en Salud Mental y la escasez de estructuras extrahospitalarias, promoviendo actuaciones de la Administración de Justicia según lo establecido en la Ley 13/1983 o recomendando la modificación de los Arts. 8.1 y 9.1 del Código Penal. En 1990, y con objeto de obtener una visión más sistemática de la situación de la asistencia psiquiátrica, la Oficina del Defensor inicia este estudio, presidido por dos aspectos que configuran el ámbito de atribuciones del Defensor del Pueblo, según determina la Ley Orgánica que en su momento creó esta Institución: La defensa de los Derechos comprendidos en el título I de la Constitución y la supervisión del funcionamiento de los servicios públicos. Estas atribuciones determinan algunos condicionantes, de los cuales es preciso advertir al lector que se disponga a estudiar el informe:
— Aborda la situación jurídica y asistencial del enfermo mental: por lo que, aun contando con numerosos y actualizados datos sobre recursos, no debiera acometerse su lectura como un informe sobre la reforma psiquiátrica.
— La elección del Hospital Psiquiátrico como eje del estudio implica una particular minuciosidad en el análisis de los hospitales psiquiátricos visitados, frente a cierta superficialidad en la valoración de otros dispositivos (particularmente unidades de psiquiatría del Hospital General).
El ámbito del estudio es el de centros de titularidad pública; se excluyen al no ser de su competencia, centros privados, pese a constatarse su importancia cuantitativa. El propio informe destaca (pág. 208) este hecho: el 42,5% de las camas de Hospital Psiquiátrico son de titularidad privada, en su mayor parte concertadas.
El informe se realiza partiendo de los datos disponibles por la Oficina del Defensor, de la información escrita solicitada y las entrevistas mantenidas con responsables de todas las comunidades autónomas y de la Administración Central. Asimismo se visitaron (entre junio de 1990 y octubre de 1991) 37 centros psiquiátricos (17 unidades psiquiátricas de Hospitales Generales y 20 Hospitales Psiquiátricos) ubicados en todas las comunidades autónomas. Con carácter complementario se realizaron visitas a otros 12 establecimientos (3 Residencias, 3 Pisos Protegidos, 5 Hospitales y Centros de Día y un Centro de Formación Profesional). El estudio no determina los criterios utilizados para la elección de estos centros; en algunos casos se trata de los más atípicos y/o conflictivos de su comunidad autónoma, pero debe destacarse que, en términos generales, el informe no extrapola los datos obtenidos al conjunto de dispositivos integrados en el sistema de atención en salud mental.
Dado lo exhaustivo del estudio (741 páginas) no puede hacerse en este espacio, más alusión que a sus epígrafes generales y animar al lector de esta revista a detenerse en el análisis del informe. Tras una breve introducción se analiza de forma extensa la situación de la atención en Salud Mental y de la asistencia psiquiátrica. Sobre la base de lo establecido en la Ley General de Sanidad y las recomendaciones de la Comisión Ministerial para la Reforma Psiquiátrica, se analiza el marco normativo y los instrumentos de planificación y la estructura asistencial de cada Comunidad Autónoma. Otros capítulos describen los resultados de las visitas a los distintos dispositivos, analizando aspectos generales (capacidad y situación), estado de conservación, aspectos estructurales, asistenciales y de recursos.
El apartado internamientos e intervención de la Administración de Justicia aborda aspectos relativos a la Legislación Civil, Penal, Procesal‑Penal y Penitenciaria, así como a la documentación y derecho de sufragio de los enfermos mentales, muchos de los cuales han estado presentes en estas páginas y en los informes de la Comisión de Legislación y Derechos Humanos de la A.E.N.
El informe concluye con un conjunto de recomendaciones (publicadas en este mismo número de la revista), algunas de las cuales pueden ser de gran utilidad en el trámite parlamentario del Proyecto del Código Penal.
Finalmente cabe destacar que el informe (probablemente sin pretenderlo) aporta el conjunto de datos más extenso y actualizado sobre la situación de los recursos de atención en Salud Mental en el Estado Español, lo cual no deja en buen lugar a los responsables sanitarios del Ministerio de Sanidad ni al funcionamiento de la Comisión de Seguimiento de la Reforma Psiquiátrica.
En definitiva, pese a algunos errores puntuales y algunas omisiones (relación con Servicios Sociales, situación de pacientes crónicos desinstitucionalizados, financiación, etc.) el informe era necesario, ha sido oportuno y es muy difícil. Sólo, lector, falta que lo leas y lo difundas.

La psiquiatria penal

La proximidad de un nuevo Código Penal hace necesarias ciertas reflexiones sobre la responsabilidad de la psiquiatría «reformada» en la atención a las personas que, habiendo cometido un delito, padecen trastornos mentales. Código que delimita mucho más el concepto por el que una persona puede ser declarada inimputable pero que, sobre todo, pone por fin un límite a las medidas de seguridad, que hoy por hoy siguen siendo —discriminatoriamente— indefinidas.
De momento, poco ha cambiado en la práctica la suerte de estas personas. Seguramente, como pasó en Italia, la llamada reforma psiquiátrica, tan deficiente y, sobre todo, desigual a nivel del territorio del Estado, ha sido más fácil de llevar a cabo con los hospitales penitenciarios en pleno uso. Y eso que ya se cerró el de Carabanchel, del que, hace 10 años, la Comisión de Legislación de la AEN hizo un muy crítico informe.
Entre tanto, es como si una buena parte del aparato judicial y de la medicina legal no se hubiese enterado de las profundas transformaciones ocurridas en estos últimos años, en las concepciones y en la práctica de la intervención psiquiátrica, y siguen aferrados a los viejos postulados positivistas, manteniendo el estereotipo de irresponsabilidad total del enfermo mental, incurabilidad de la enfermedad, presunción automática de peligrosidad y necesidad del encierro como única alternativa (de defensa social). De esta forma, es normal que se siga declarando inimputable a cualquier persona que tenga cabida en algún apartado del DSM‑III, sin que nada tenga que ver su delito con el presunto cuadro patológico, y, lo que es peor, que siga aceptándose como normal que el destino de la medida de seguridad consiguiente sea un hospital psiquiátrico penitenciario, ofertándose así formas de tratamiento institucional consideradas universalmente como antiterapéuticas y estigmatizantes, que además tienen mucho más carácter carcelario que hospitalario.
A su vez, a la falta de formación legal de los psiquiatras hay que añadir la frecuente falta de colaboración de las instituciones sociosanitarias con la autoridad judicial y penitenciaria, especialmente allá donde los nuevos servicios de salud mental son concebidos como servicios que sólo trabajan a demanda, sin actividad domiciliaria, con respuesta exclusivamente farmacológica al paciente psicótico y escasa disponibilidad para las situaciones de crisis, lo que lleva a más de un juez a preferir una medida de seguridad «penitenciaria». que le garantiza la eliminación del problema por un tiempo.
Porque, además, la ausencia ahora de soluciones custodiales propias, puede ser usada por los servicios como justificación del abandono de aquello que es frecuente definir como «problema social» o «resistente al tratamiento», en tanto que este abandono casi nunca es visto como incapacidad del propio sistema para hacerse cargo del problema o aportar soluciones que hagan posible la prevención de la crisis. Y en cuanto el sistema sanitario no lo toma en sus manos, el abandono es visto hoy, como antaño, como peligro social, y abocado irremisiblemente al sistema penal.
Sin embargo, se da la paradoja de que, de un lado, se buscan fórmulas reeducativas y «terapéuticas» para toxicómanos, con el concurso de agencias y competencias extrajudiciales en las que se confía ciegamente, mientras al mismo tiempo se piden más duras penas y que se cumplan íntegras, o se mantiene para los locos de siempre el manicomio penitenciario —la medida de seguridad pura y dura— como casi única alternativa, con la benévola complacencia de la psiquiatría oficial.
La supervivencia de estos hospitales supone sin duda un contrasentido respecto al espíritu de la reforma psiquiátrica y sanitaria en curso, pero tendrán que seguir existiendo mientras cada Comunidad no se plantee qué quiere hacer con sus enfermos graves o, más simplemente, la reforma llegue al paciente psicótico en forma de equipos realmente responsables y recursos alternativos. Y, antes o después, los servicios de salud mental tendrán que colaborar oficialmente con los servicios sanitarios de las prisiones, bien dotados actualmente, para que la población penal con problemas psiquiátricos pueda ser tratada en la propia enfermería de su centro penitenciario, como el resto de los enfermos. Lo que ya han empezado a hacer ciertos equipos de algunas Comunidades Autónomas.

 

Julián Espinosa

 

Etica y practica psiquiatrica

1.  En el próximo Congreso de la Asociación, a celebrar en Santiago de Compostela en el año 2000, será presentada —si todo va bien— una ponencia sobre los problemas éticos que suscita la práctica del trabajo en salud mental y en la asistencia psiquiátrica. En la actualidad ya hay un grupo de personas trabajando para que ello sea posible. El interés que generó la propuesta de esta ponencia, mayoritariamente apoyada por el último Congreso en Badajoz, merece algunos comentarios.
En primer lugar, y por ello debemos felicitarnos, parece que la preocupación por los problemas éticos relacionados con el tratamiento y cuidado de los pacientes psíquicos están vigentes entre bastantes de los profesionales de la salud mental. En la medicina se mezclan el arte de curar y la ciencia. Quizá sea la psiquiatría la rama de la misma en la que mejor se refleja la dinámica y las dificultades de esta combinación de elementos.
Según los diccionarios la palabra «ética» deriva del griego ethikós, una voz usada, entre otras cosas, para designar el carácter o modo de ser de una persona adquirido por hábitos. No trata, pues, sólo del buen o mal comportamiento en la moral pública, sino también de algo relacionado con el vigor y el coraje individuales, necesarios para el propio bienestar y el buen hacer. Buen hacer que, tratándose del ejercicio de una profesión sanitaria, estará relacionado con la excelencia clínica derivada de una buena preparación técnica, garantía —a su vez— de un satisfactorio resultado. Calidad, en último término, pero también algo más que calidad: un sistema de valores de referencia donde poder encuadrar y dar sentido a la simple y abstracta eficacia.
Como profesionales de la asistencia psiquiátrica debiéramos ser conscientes de las especiales implicaciones éticas derivadas del ejercicio de nuestro trabajo; como miembros de la sociedad debiéramos luchar por un trato justo y equitativo hacia los enfermos mentales. En todo caso es importante recordar que el comportamiento ético se basa en el sentido de la responsabilidad de cada profesional implicado hacia los pacientes, así como en su buen juicio para determinar cuál es la actuación más correcta e idónea en una situación dada. Las normativas o los organismos instituidos, tales como desarrollos legislativos, códigos deontológicos, comités éticos asesores u otros no pueden garantizar, por sí solos, la práctica ética de las profesiones.
2.  La Medicina, y en gran medida también la Psiquiatría (aunque ésta con evidentes problemas de encaje), han sido concebidas y desarrolladas desde finales del Siglo XVIII —y sobre todo en el XIX— por el positivismo imperante. La Medicina y en buena parte la Psiquiatría, tal y como se nos han enseñado, intentan ilustrar sobre hechos (hechos clínicos) y establecer juicios sobre los mismos (juicios de hecho). El ideal positivista de acción para la ciencia y para el científico consiste en ser beligerante sobre cuestiones de hecho y no pronunciarse (al menos durante el ejercicio profesional) sobre cuestiones de valor. El buen médico, el buen psiquiatra, el buen psicólogo deben ser neutros y abstenerse de realizar juicios de valor que pudieran Influir en su conducta profesional. Para el positivismo ésta es la actitud ética y, por añadidura científica, de mayor trascendencia.
Ello significa que la norma de acción para el clínico impone dejar de lado, intencionadamente, todo lo relativo a valores, actitudes y creencias (propias también, pero sobre todo del paciente) y atenerse, exclusivamente, a hechos clínicos. Signos y síntomas deben tratarse de manera objetiva y fría, de forma establecida por los procedimientos técnicos correspondientes y, además, de forma justa: es decir, igual para todo el mundo en todas las circunstancias.
La práctica de la Medicina (¡y qué decir de la Psiquiatría!) durante este siglo nos ha convencido de lo insuficiente de esas presunciones y nos ha colocado de lleno ante las cuestiones de valor. No hay actividad humana libre de juicios de valor. La Medicina, la Psiquiatría, la Ciencia en general están impregnadas de valores porque ponen en juego aspectos muy importantes para la vida de las personas implicadas (pacientes, familiares, profesionales…) y para la sociedad en su conjunto. De ahí que sean fuente de conflictos —que siempre suponen una confrontación de diferentes valores— y remitan a decisiones difíciles.
En la historia de las ideas han existido diversas formas de organizar conceptual y prácticamente un sistema ético. Quizá la más conocida, desde su inicial promulgación en la Francia revolucionaria, sea la Declaración Universal de Derechos Humanos, con todas las derivaciones posteriores de la misma. Aunque tiene antecedentes, la teoría o sistema de los cuatro principios de la Bio‑Etica (o ética aplicada a cuestiones biológico‑sanitarias) fue formulada por primera vez, de manera explícita, por Beauchamp y Childress en 1979, en un famoso libro titulado Principles of Biomedical Ethics. Sin ese libro no es posible entender la historia de la Bio‑Etica en las últimas décadas. Incluso quienes han formulado teorías o aproximaciones distintas han debido posicionarse a favor o en contra de este sistema.
El éxito, y a veces la sobresimplificación, que ha tenido esta teoría se debe, sin duda, a la sencillez de su planteamiento y al hecho de que facilita un método para el desarrollo de una ética aplicada. Es decir, sirve para trabajar con casos prácticos, ayudando a organizar la formulación de los problemas y la discusión de los mismos. De esa manera facilita un fundamento más sólido para posibles tomas de postura o para recomendaciones en la resolución de conflictos.
Enunciados de manera rápida los cuatro principios son: No maleficencia (obligación de no hacer el mal) —el «Primun non nocere» de la medicina clásica—; Beneficencia (obligación de hacer con otros aquello que cada uno entiende por bueno para sí); Autonomía (obligación de respetar la libertad de cada persona para decidir por sí y sobre sí) y Justicia (principio de no discriminación o igualdad en el trato).
Ha habido y hay una importante controversia sobre varios aspectos: No Maleficencia y Beneficencia ¿son uno solo o diferentes principios? ¿Tienen los cuatro principios el mismo nivel jerárquico?, es decir, ¿obligan todos por igual o existe alguna manera de ordenar su primacía? ¿Son derogables o absolutos? y, en el primer caso, ¿bajo qué circunstancias?
Por muchos motivos no se entrará aquí a una discusión mínima sobre tan arduos asuntos. Baste decir que un posicionamiento razonable, y defendido por importantes autores, sería el de hacer primar (en principio) la jerarquía de No Maleficencia y Justicia sobre Beneficencia y Autonomía, debido al carácter público y contractual de los primeros (por oposición al privado e individual de los segundos). Pero, en toda situación concreta, resulta fundamental contrastar tanto los antecedentes como las consecuencias del caso a fin de hacer una correcta evaluación.
3.  El pasado 25 de agosto de 1996 fue aprobada por la Asamblea General de la Asociación Mundial de Psiquiatría la llamada Declaración de Madrid. En ella el Comité de Etica de la Asociación especifica algunas normas y recomendaciones, que deben servir de guía a los profesionales de la salud mental, ante determinadas situaciones en las que se puede solicitar su actuación. Inicialmente se han detallado, de manera más extensa, cinco de estas situaciones que hacen referencia a normas de actuación en: eutanasia, tortura, pena de muerte, selección de sexo y trasplante de órganos. Otros temas acuciantes que el Comité quiere tratar en un próximo futuro son: ética de la psicoterapia, nuevas alianzas terapéuticas, relaciones con la industria farmacéutica, cambio de sexo y ética de la economía de la salud.
Algunas frases extraídas de la declaración hacen referencia a recomendaciones que pueden ser vistas a la luz de los principios de la Bio‑Etica: Autonomía: «procurar intervenciones terapéuticas que generen el mínimo posible de restricción de la libertad»; «el paciente debe ser aceptado en el proceso terapéutico como un igual por derecho propio»; se le debe «proporcionar la información relevante que le permita tomar decisiones de acuerdo con sus valores y preferencias». Justicia: «preocuparse de una distribución equitativa de los recursos sanitarios». No maleficencia (validación científica de las prácticas, excelencia clínica): «mantenerse al tanto del desarrollo científico de la especialidad»; «asegurarse de que la información sea adecuadamente difundida». Beneficencia: «no se debe llevar a cabo tratamiento alguno en contra de la voluntad del paciente, salvo riesgo evidente para el paciente o terceros».
Es evidente que estos temas, por ser importantes, implican un cúmulo de situaciones de conflicto de valores con los que los técnicos debemos enfrentarnos cada día. La práctica de las profesiones relacionadas con la salud mental genera especiales dificultades en todo lo que se relaciona con la autonomía de los pacientes y, en derivación, con la competencia de los mismos para una correcta toma de decisiones. Los problemas relacionados con el consentimiento informado pueden ser especialmente agudos no sólo en casos como el de los ingresos hospitalarios de carácter involuntario, sino también en el adecuado manejo de la terapia con niños y adolescentes así como en la psiquiatría penal. Las relaciones de los psiquiatras con otros profesionales (sean psicólogos, diplomados en enfermería, asistentes sociales o médicos no psiquiatras) y el adecuado reparto de tareas con cada uno de ellos deben ser encuadradas, también en su aspecto de conflicto ético, desde la perspectiva de una adecuada asignación y oferta de recursos a fin de atender de manera más eficiente a los usuarios.
No se puede obviar un tema de acuciante actualidad como es el de los problemas éticos relacionados con las decisiones económicas, por lo menos en lo que éstas atañen a la organización de los sistemas sanitarios públicos y, dentro de ellos, a la asistencia a los trastornos mentales. Primero: cuando los recursos son limitados (los económicos, casi por definición, siempre lo son) todos somos responsables de su adecuado manejo; cada uno —lógicamente— a su nivel y en primer lugar los políticos y gestores que toman las decisiones. Nadie debiera justificar su propia ineficiencia en decisiones ajenas. Segundo: la equidad no puede estar nunca en discusión. No debemos aceptar ningún ahorro a costa de limitar, dificultar o poner en peligro el acceso a los servicios de sectores poblacionales de ningún tipo. Tercero: parecen más que dudosos —tal y como se nos presentan en la actualidad— el papel del mercado y de la ¿libre? competencia como mecanismos de asignación de recursos sanitarios. Sus posibles virtudes en algunos campos no deben implicar, salvo riesgo de ruptura del sistema público, una total desregulación y precisan —cuando menos— de mecanismos correctores.
Para finalizar una cita: «la toma de decisiones que desconsidera los costes puede usar los escasos recursos sanitarios de la sociedad ineficientemente. La disensión se establece, pues, entre el objetivo de la eficacia individual como criterio frente a la eficiencia —eficacia en relación al coste— y a las consideraciones de la asignación de recursos según los intereses globales de la sociedad» (A. Maynard). Tratar a un paciente concreto sin reparar en el coste invertido, supone —en última instancia— dejar de hacer posible ese u otros tratamientos para futuros pacientes.
Dada la complejidad de nuestro Sistema Sanitario y los cambios que parecen avecinarse, procuremos —por mandato ético, pero también estético— que los pacientes psiquiátricos, y entre éstos los más graves, encuentren un lugar bajo el sol.

Ander Retolaza

BIBLIOGRAFIA

(1)  Beauchamp, T. L.; Childress, J. F., Principles of Biomedical Ethics, Oxford University Press, 1989.
(2)  Gracia, D., «Tiempos difíciles, decisiones difíciles», en Jornadas de debate sobre Bio-ética, Asociación para la Defensa de la Salud Pública/Osasun Publikoaren aldeko Elkartea, Bilbao, 1995, pp. 33-63.
(3)  Arechederra Aranzadi, J. J., Psiquiatría y Ley. 2. Derechos Humanos, Madrid, International Marketing & Communications, 1996.
(4)  Dikenson Donna, I., «Efficiency Ethical? Resource Issues in Health Care», en Almo, B. (ed.), Introducing Applied ethics, Oxford & Cambridge, Blackwell, 1995, pp. 229-246.
(5)  Maynard, A., «Evidence-Based Medicine: an incomplete method for informing treatment choices», Lancet, 349, 1997, pp. 126-128.

¿Tratar la pelIgrosidad?

Desde el barrio más rabiosamente miserable de alguna ciudad a la zaga de sus contrastes, un joven psicótico va a parar a prisión; apenas unas horas antes ha esgrimido un cuchillo ante su madre, que se negaba a darle mil pesetas. A los cinco meses, un Tribunal acuerda, como medida de seguridad, su internamiento en un centro psiquiátrico. A los nueve, y en trance de ejecutar la sentencia, el Presidente de la Sala prefiere ignorar los cauces trabajosamente establecidos para dicho tipo de internamientos, así como para sus distintas alternativas terapéuticas. Ha sido informado en su día sobre la existencia de una red que incluye importantes efectivos comunitarios, camas psiquiátricas en los hospitales generales y un amplio programa de rehabilitación psicosocial con diversos frentes abiertos en la comunidad. Aun así, su ánimo es seguir recurriendo a la más inapropiada de todas las estructuras, la única que sus resoluciones insisten en reconocer pese a todo: el hospital psiquiátrico. Y para que nadie pueda llevarse a engaño, apercibe al director del mismo de que cualquier dilación en el trámite de ingreso podría constituir un delito de desobediencia. Los profesionales de la red acatan la decisión, si bien no la comparten en absoluto. Conocen de sobra al paciente, hasta el punto de relativizar el papel de la crónica en lo negro de su futuro; no obstante proceden a evaluar con todo detenimiento la situación actual, constatando la plena estabilización y lo improcedente de la permanencia en el centro. Así lo expresan en un informe de seis páginas que remiten al Tribunal sentenciador. En el momento de redactar estas líneas son ya cuatro los meses que han pasado desde la remisión del informe, y catorce en total los que dura el encierro; aun así la Sala prefiere no contestar, limitándose por el momento a autorizar breves paseos bajo custodia. A la espera de que intervenga el Juez de Vigilancia Penitenciaria, hemos tenido acceso por otras vías a la opinión del Presidente. Según parece, «no ha pasado todavía suficiente tiempo».

La historia podría ubicarse en cualquier entorno medianamente crispado de la España insular o peninsular, si no dispusiera ya de unos sujetos a los que asignar responsabilidades. Sea como fuere, se nos antoja particularmente apta para ilustrar un novísimo y descomunal malentendido: aquel que nos señala a los profesionales de la salud como tasadores, trujamanes, centinelas y eventualmente rehenes frente a la errática noción de peligrosidad.

Las importantes novedades exhibidas por el Código Penal en lo concerniente al tratamiento del inimputable han suscitado entre los profesionales de la salud mental dos clases de reacciones. Unas destacan su incuestionable contribución al deslinde entre los ámbitos terapéutico y penitenciario, otras, más atentas a su aplicación, consideran irregular e insuficiente el desarrollo de las redes asistenciales para adaptarse a las expectativas del legislador. Lo habitual es que ambas formas de reacción presenten solapamientos en la práctica. Sin embargo, unas y otras se abstienen de abordar por el momento los aspectos menos explícitos y acatables —más escurridizos, en suma— del asunto, cuyo manejo habrá de resistírsenos por los siglos de los siglos. Tales aspectos podrían quedar aceptablemente inscritos en un interrogante tan farragoso como éste: ¿en qué medida se espera de los servicios de salud, con relación a los sujetos designados como peligrosos, que ordenen sus actuaciones según un patrón ajeno al de la clínica, se anticipen a posibles interacciones con el denominado cuerpo social, aseguren la salvaguarda de este último, prevean eventuales y siempre aleatorios reflujos hacia la esfera de lo penal, etc., etc.?

Puestos a responder con una cierta perspectiva, habría que aludir en primer lugar al panorama jurídico que ha venido configurándose en España durante los dos últimos decenios: un panorama que —quisiéramos poder expresarlo de otro modo— deslumbra y apabulla por lo ostensiblemente garantista de su semblante. ¿Hasta qué punto se corresponde ese semblante con la faz del progreso democrático? En nuestra opinión, más nos vale en este punto pecar de cautos que de optimistas: la correspondencia entre avances formales y vectores profundos de cambio nunca es enteramente unívoca. Todo este cúmulo de garantías jurídicas debiera dejarse interpretar, por lo mismo, como la punta de un iceberg que nuestra historia reciente se habría encargado de alimentar bajo las aguas. El horizonte por suerte ya lejano del franquismo, con sus abominables arquetipos del bien común poniendo cerco a las libertades individuales, sin duda ha contribuido al desencadenamiento en cierto modo masivo de reacciones en el sentido contrario. La mayor parte de esas reacciones eran necesarias, indispensables incluso, para articular la convivencia democrática; otras en cambio se nos antojan un tanto impremeditadas, reflejas y (a juzgar por sus efectos sobre la vida cotidiana) pudieran obedecer sobre todo a la compulsión de mantener las formas. Una sombra de acatamiento ritual y totémico parece desprenderse en algún respeto a las libertades individuales. No pocas veces, cuando el ejercicio de éste o aquel poder pasaba por limitar el ejercicio de las mismas, habremos detectado cierta querencia de ambigüedad, de disimulo, de encubrimiento incluso. Es como si nadie deseara verse sorprendido a plena luz —y menos ahora que la escoptofilia vuelve por sus fueros— rompiendo una lanza en la defensa del cuerpo social; de ahí que ésta tienda a escurrirse con lamentable frecuencia hacia el sótano resbaladizo, tenebroso y vergonzante de los sobreentendidos.

En semejante contexto, los herederos del alienismo habríamos pasado a recuperar una buena parte de la hegemonía perdida. Se nos insta a rescatar a los exentos de responsabilidad criminal, de la maraña confusamente penitenciaria en la que a veces se extravían de por vida, para las modernas estructuras de salud mental. La única condición que se nos impone es la de someternos, «mientras no desaparezca la peligrosidad criminal del sujeto», a los imperativos del Tribunal. Et voilà, la paradoja está servida: como en los cuentos de nuestra infancia, la materialización de una quimera se nos ofrece sujeta a cierta condición que la vuelve todavía más azarosa. De poco vale que esa condición no sea sino la presunta peligrosidad social de todos los locos, sino la «probada» peligrosidad criminal de algunos. En la práctica, los mecanismos de lo que da en llamarse alarma social y sus efectos sobre determinadas decisiones judiciales permanecerán inalterables. El discurso social del tratarniento de la sinrazón —del que muchos juristas participan por razones obvias— revela una simplicidad y una contumacia casi monolíticas. Su sistema mítico es un continuum cuyos polos antinómicos se corresponden con sendas asociaciones de mitemas: de un lado la locura/peligrosidad; del otro, la curación/cordura/inocuidad. En medio, un accidentado territorio cuya frecuentación sólo atañe al experto. La exigencia social de inocuidad referida al psicótico —tanto más si su conducta ha llegado a ser constitutiva de delito— tiende a ser planteada en términos de cordura a todo trance. Con demasiada presteza se descuelga sobre sus antiguos alguaciles, que pasan de este modo a ser alguacilados: un movimiento de más en el tablero de las libertades, un gesto socialmente inapropiado tras la externación, y será la psiquiatría comunitaria la encargada de pagar la factura.

Vistas las cosas desde esta perspectiva, los cambios legislativos que nos ocupan sólo revelarían una novedad digna de tal nombre: la asignación de límites temporales a los designios del Tribunal. Lo demás sigue estando expuesto a la misma suerte de malentendidos; ahora como antes, la exigencia de seguridad querrá derivar hacia una clase de garantías a priori que la clínica no puede ni debe ofrecer. Será por tanto a esa frontera recién trazada tras la reforma del texto legal (la desaparición de la peligrosidad criminal del sujeto) adonde clínicos y magistrados hayan de trasladar sus inevitables desencuentros. Por mucho que algunos juristas se empeñen en suponerle un peso y unas medidas, la tasación de la «peligrosidad criminal» nunca podrá ser razonablemente establecida sino a posteriori. Con las inevitables excepciones, un psicótico correctamente tratado se encuentra más a salvo del paso al acto que otro que no lo está, eso a nadie se le esconde. Pero pretender que la clínica vaya mucho más allá en sus previsiones no pasa de ser una ingenuidad. Nuestros colegas del otro lado del Atlántico, obligados a entrar a ese trapo debido a un ordenamiento civil que en la práctica les exige hospitalizar a cualquier paciente presuntamente «peligroso», buscan desesperadamente indicadores de peligrosidad psíquica sin lograr ni mucho menos ponerse de acuerdo. Las consecuencias no por previsibles resultan menos inquietantes: en la inmensa mayoría de los estudios prospectivos, la proporción de falsas positividades bastaría para hacer desistir al más afanoso de los gendarmes. Algunos autores consiguen quitarse la venda y derivar hacia una cierta ironía. Si el único móvil argüible es la protección de la sociedad y de sus instituciones, nos dicen, ¿por qué proceder contra el principio de igualdad, y de paso contra las estadísticas, centrando la búsqueda de sujetos peligrosos exclusivamente entre los enfermos mentales? Por suerte el debate entre nosotros sigue otros derroteros, pues las garantías jurídicas del enfermo mental gozan en España de bastante mejor salud: aquí la peligrosidad no podría ser tomada en consideración sino a partir de una conducta delictual establecida mediante sentencia. Pero tales distingos no alteran ni lo esencial de la cuestión ni sus posibles derivaciones, a saber: a) ¿Está la clínica en condiciones de pronunciarse y operar de modo fiable sobre la peligrosidad criminal de un sujeto? b) Cuando la respuesta es no, ¿con qué fundamento —o, en su defecto, por qué motivos no bien esclarecidos— se pretende transformarla en instrumento de seguridad? c) Cuando la respuesta es sí, ¿qué argumentos le restan al Tribunal para desoír, relativizar o simplemente aplazar las recomendaciones del clínico?

Llegados a este punto, la sombra del sofisma se nos revela ya en sus más incómodos perfiles. Es por tanto el momento de concluir. En un contexto penal del que resultan excluidas todas las posibles formas de la autoagresión, no existe más peligrosidad criminal que la percibida como amenaza para otros. En consecuencia, será la custodia de la ciudadanía lo que los tribunales pretendan legítima y prioritariamente garantizar mediante la aplicación de las así llamadas medidas de seguridad, extendiéndolas en caso de duda hasta el límite de lo legislado. Segundo y no menos importante corolario: cualquier doctrina empeñada en aparear tales medidas con los objetivos de la clínica merece sin más ser tachada de sofista. (O bien, para aquellos que prefieran enunciados un poco más pragmáticos: confiar el «tratamiento de la peligrosidad» a los servicios de salud es una iniciativa cuya apropiada lectura exigirá raudales de buena voluntad y unas gotas de saludable escepticismo; tomada al pie de la letra jamás resolverá las contradicciones de las que en su día partiera el legislador, por mucho que decrezcan sus aprensiones en el siempre molesto trance de limitar las libertades individuales).

 

Rafael Inglott

De nuevo, condenas por aborto en España

Recientemente la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo ha dictado sentencia (N.° 470/1998) frente a un caso de aborto. La sentencia confirma la previa de la Audiencia provincial de Oviedo (de 1 de febrero de 1997), al desestimar los recursos de casación interpuestos por el ginecólogo y la psiquiatra afectados. Se condena a la psiquiatra que emitió el preceptivo dictamen a un año de prisión y dos años de inhabilitación profesional, y al ginecólogo que efectuó la intervención a seis meses de prisión y ocho meses de inhabilitación.
Tanto la valoración psiquiátrica como la intervención se efectuaron en una clínica asturiana legalmente autorizada a practicar intervenciones de aborto en los supuestos contemplados por la legislación vigente.
Según los hechos referidos en la sentencia, se trataba de una petición de Interrupción Voluntaria de Embarazo (IVE) por parte de una mujer de 18 años, soltera que se quedó embarazada de la relación que mantenía con su novio, a los efectos denunciante del caso. La mujer carecía de cualquier apoyo familiar y contaba con 48.000 pts. mensuales, que compartía con otras personas con quienes convivía, como único medio de subsistencia.
El dictamen psiquiátrico apreciaba en la mujer solicitante de la IVE una situación clínica caracterizada por «Ansiedad, equivalentes somáticos de angustia, emesis importante, mareos, dolor abdominal». La sentencia es condenatoria porque los magistrados consideraron que no existía gravedad psíquica que requiriera interrupción del embarazo. Entre los fundamentos de su decisión se incluyó el informe de los forenses, que peritaron sobre el informe psiquiátrico, y no sobre la situación clínica de la mujer en el momento en que solicitó la interrupción del embarazo.
Ante estos hechos, la Junta Directiva de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, considera de su responsabilidad expresar su más seria preocupación por la inseguridad jurídica de los clínicos ante los dictámenes de «Interrupción Voluntaria del Embarazo», como esta sentencia pone en evidencia, y urgir a los representantes ciudadanos en el Parlamento a que con la mayor urgencia adopten las medidas legislativas oportunas que pongan fin al actual estado de indefensión de las mujeres que solicitan IVE, y a la ambigua delegación de responsabilidad jurídica depositada sobre los profesionales implicados en el proceso de hacerlo posible.
Desde que el Código Penal Español reconociera en 1985 los tres supuestos de despenalización del aborto (embarazo tras violación, malformación fetal, y grave riesgo para la salud física o psíquica de la embarazada), la inmensa mayoría de abortos que, al amparo de la legalidad, se están practicando en España se refieren al tercer supuesto, y más específicamente al «grave riesgo para la salud psíquica de la embarazada», contando en todo caso con la petición explícita de la mujer para que se interrumpa su embarazo.
La aplicación en la práctica de ese supuesto despenalizado supone la aceptación implícita por el legislador, y por ende de los psiquiatras y de la sociedad en su conjunto en cuanto está afectada por esta legislación, de que el sufrimiento personal de la mujer que rechaza su situación de embarazo y desea ponerle fin, debe ser garantizado —en su veracidad y gravedad— por el facultativo especialista en lo psíquico.
Ante la presencia de una mujer que declara sentirse desbordada por su angustia ante el embarazo no querido, como en el caso al que nos referimos, el clínico debe interesarse por la demanda explícita e implícita de la mujer. Y si su demanda consiste en la solicitud de IVE, el especialista no tiene otra opción que dictaminar en favor de la IVE, si no se ha declarado objetor. La facilitación o denegación del informe preceptivo no es tanto un problema técnico, sino moral, ético, para el especialista. No hay predicción científica suficientemente fiable a esgrimir para cada caso concreto.
El psiquiatra, ante estos casos, actúa bajo una convicción que deriva de su perspectiva ética (no se puede forzar a una mujer a que continúe el embarazo contra su deseo y en ningún caso bajo argumentos pseudocientíficos, ni empujarla a los antiguos vericuetos de la clandestinidad), no tanto como de una estimación precisa del pronóstico, imposible de efectuar con rigor, aunque no falta casuística que informa de las nefastas consecuencias (conductas suicidiarias, y diversos trastornos, agudos o crónicos) que pueden derivarse de la continuación de un embarazo subjetivamente rechazado, especialmente si sucede en concomitancia con otras circunstancias apremiantes (soledad, falta de apoyo emocional, conflictos familiares, pobreza). Por esto la argumentación de los forenses del caso sentenciado, reclamando fundamentación científica que justifique el recurso al aborto como «necesario para evitar tal riesgo» ante la clínica de esa mujer embarazada, nunca podrá ser adecuadamente respondida. Ni en ese caso, ni en ningún otro de los que diariamente son dictaminados.
Lo grave de la situación es que cualquiera de nosotros podría ser inculpado, por nuestro proceder habitual ante miles de casos que han estado siendo dictaminados, y lo siguen siendo, con la misma perspectiva que ahora ha sido objeto de sentencia condenatoria.
En cualquier momento, el saber común del magistrado puede hacer valer, desde otra valoración moral de los hechos, la autoridad que la sociedad le confiere, e imponerse al saber y a la posición moral del clínico, que pasa así a ocupar el lugar del delincuente.
No debemos consentir —ni los jueces, ni los clínicos, ni los legisladores, ni los ciudadanos— el mantenimiento de tal perversidad en las normas. En lo que a los psiquiatras se refiere, nos estamos prestando a la psiquiatrización del aborto por una conciencia solidaria con los miles de mujeres amenazadas por la penalización y la clandestinidad, a la espera de que la sociedad se decida a devolver a la mujer la propiedad de su intimidad. Es ya hora de proclamar ese momento, en estos días, una vez más, diferido.

La Junta Directiva

 

 

Acerca de La propuesta legislativa para modificar los internamientos psiquiátricos no voluntarios

… el asilo psiquiátrico, la penitenciaría, el correccional, el establecimiento de educación vigilada, una parte de los hospitales y de manera general todas las instancias de control individual funcionan de doble modo: el de la división binaria y la marcación (loco-no loco, peligroso-inofensivo; normal-anormal) y el de la asignación coercitiva, y la distribución diferencial (quién es, dónde debe estar, por qué caracterizarlo, cómo reconocerlo, cómo ejercer sobre él de manera individual una vigilancia constante, etc.).

 

M. Foucault

La aprobación por el Gobierno del Proyecto de Ley de Enjuiciamiento Civil en el Consejo de Ministros del 30 de octubre de 1998 y su tramitación al Congreso de los Diputados para su debate y aprobación definitiva, es hasta hoy el intento más serio de modificación legal de la norma que regula el internamiento psiquiátrico no voluntario.
Al margen del porvenir que le depare este futuro al Proyecto de Ley en su trámite parlamentario, hasta el momento ha superado las enmiendas a la totalidad y ha iniciado la discusión del articulado, no sin chocar con varios colectivos de la administración de Justicia (secretarios judiciales). Existe duda si tendrá tiempo para completar su recorrido parlamentario o si se verá afectado antes de su aprobación definitiva por la disolución de las Cámaras y la convocatoria de elecciones.
El proyecto en su artículo 765, titulado «Internamiento No Voluntario por razón de trastorno mental» contempla una primera parte que reproduce íntegramente la Ley 13/83, es decir, la reforma del artículo 211 del Código Civil de sobra conocido entre nosotros después de haber sido objeto de numerosos encuentros y debates intercorporativos que tuvieron la virtud de acercar el mundo jurídico y el de la Salud Mental, distanciados históricamente y con importantes recelos y desconfianzas mutuos.
Sin previo aviso, sin publicidad, con mucho sigilo, el gobierno del Partido Popular introduce un cambio radical en la regulación del internamiento voluntario aprovechando las posibilidades del Proyecto Ley y añade a la redacción actual del art. 211 del Código Civil un último párrafo que dice así:
«sin perjuicio de lo dispuesto en los párrafos anteriores, cuando los facultativos que atienden a la persona internada consideren que no es necesario mantener el internamiento lo comunicarán al Tribunal para que resuelva lo procedente».

Aunque el tratamiento legal del alta no estaba expresamente regulado en la Ley, el criterio interpretativo más generalizado y en el que concuerda el Consejo del Poder Judicial, la Fiscalía General del Estado y la experiencia de Jueces y Psiquiatras durante más de dieciséis años de aplicación está fundada «en motivos médicos o clínicos», al igual que el internamiento, el cual, en tanto que privación de libertad, fuerza la presencia del juez de primera instancia, garante del derecho a la libertad de la persona trastornada, que autoriza o no el internamiento. Como en muchos autos y en algunas sentencias se precisa que el trastorno ha de tener una intensidad y unas características críticas que justifiquen la adopción de tan grave lesión al primer y principal derecho de la persona. Cesado, compensado, aliviado o resuelto el trastorno, es el alta médica la que reintegra el derecho a su titular, sin que deba ser cuestionada por el juez, quien no obstante, sí debe ser informado una vez producida el alta (Informe del Defensor del Pueblo de 1991).
Si con la redacción del art. 765 hay que esperar la autorización del juez para el alta cesadas las razones médico‑clínicas que motivaron el internamiento, además de una grave intromisión en el ámbito terapéutico y en la gestión de las camas hospitalarias, el tiempo de espera significaría lesión gratuita de un derecho fundamental, de un bien jurídico básico.
Por otra parte, «el añadido» abre numerosos interrogantes, expresados por Leopoldo Molina en un acto público celebrado en Sevilla de rechazo a esta redacción del proyecto: ¿en qué situación quedaría el paciente mientras resuelve su alta el Tribunal? (curioso desliz propio del lenguaje penal que no civil), ¿en régimen de hospitalización o de custodia?, y ¿quién custodia?, y si el juez no autoriza el alta ¿a quién recurre el paciente?
El intento de cambio legislativo, inspirado por la derecha judicial y asumido por el gobierno, desvela con claridad el acierto del análisis de F. Basaglia en la «Institución Negada» hace treinta años, sobre la doble condición del enfermo mental: «si el enfermo es la única realidad a la que hay que referirse, se deben afrontar las dos caras de las que tal realidad está precisamente constituida: aquella de ser un enfermo con una problemática psicopatológica (dialéctica y no ideológica) y aquella de ser un excluido, un estigmatizado social».
Esta cita es retomada por Robert Castel junto al concepto de «aislamiento de alienados» de Esquirol para analizar la función de la Psiquiatría. En «La contradicción psiquiátrica» del libro Los crímenes de la paz, Castel define la Psiquiatría como la práctica de una contradicción, ésta «ofrece una cobertura técnica a un problema de poder que se plantea en primer lugar en otra parte» realizando un «desplazamiento de una contradicción sociopolítica a una solución técnico‑científica». Esquirol será aún más claro al reconocer que todo se juega en lo jurídico‑político: por un lado la exigencia de la «seguridad pública» y por otro «la libertad de las personas».
Esta reforma legislativa, por razones de seguridad pública, trata de aplicar una norma especial, excepcional al enfermo mental para lo cual le discrimina en relación al resto de los pacientes afectados por otras enfermedades. Así considerado el enfermo mental es el único ciudadano enfermo que puede ser obligado a recibir atención por su problema de salud (mental) en un servicio sanitario (hospitalización psiquiátrica) sin su consentimiento y sin haber cometido delito alguno y en muchos casos sin que ponga en riesgo su vida y hacienda y/o las de otros.
La rectificación normativa permitiría que los motivos de duración del encierro puedan ser otros que los meramente clínicos, como la alarma social, la carencia de recursos económicos, familiares, sociales, etc.
Si las distintas vicisitudes por las que pasa la evolución, seguimiento y atención de los pacientes psicóticos no se mantienen dentro del campo sociosanitario, y si la toma de decisiones y las estrategias de atención se ven limitadas por la autorización judicial, nos encontramos a las puertas de crear centros de internamiento por decisión judicial, ¿no es esto la vuelta al manicomio? A este riesgo contribuye la tardanza en crear recursos intermedios, o el mantenimiento de situaciones de vacío asistencial, las rupturas frecuentes de la continuidad de cuidados; todas ellas abonan la consideración de falsas soluciones, incluso de aquellas que contemplan involuciones legales.
Asusta pensar con qué facilidad se pueden desmontar las garantías constitucionales en el tratamiento de los enfermos mentales, garantías que fueron obtenidas con esfuerzo y tesón, con largos años de lucha por la Reforma Psiquiátrica.
El movimiento de rechazo a este cambio legislativo partió de nuestra Asociación y a él se fueron incorporando instituciones democráticas (Defensor del Pueblo Andaluz), Asociaciones de familiares y allegados (con alguna destacable excepción en Castilla y León), Fuerzas Políticas (PSOE, IU, CIU), Instituciones sanitarias y líderes democráticos, de tal manera que el asesor del Gabinete de la Ministra de Justicia en carta dirigida a la Presidenta de FANAES el 29 de abril de 1999, anunció que modificaba su postura inicial: «…habida cuenta de la unánime reacción suscitada entre las personas y grupos vinculados a los afectados por la norma… y dado que ha sido objeto de varias enmiendas» (grupo socialista, IU, grupo catalán), «queremos manifestarle nuestra opinión favorable a que se introduzcan dichas enmiendas de tal manera que no se altere el texto de la Ley 13/83».
Muchos de los miembros de la Asociación opinamos que la actual legislación, aunque incompleta, es preferible a la promulgación de una Ley específica que regule el internamiento psiquiátrico involuntario, pues corremos el riesgo de que esta nueva ley pudiera resucitar medidas de peligrosidad social predelictivas incompatibles con nuestra Constitución y aprobadas en momentos propicios en que la opinión pública estuviera afectada por algún hecho impactante que reforzara temores ancestrales, reacciones emocionales y anhelos insatisfechos de seguridad. Probablemente a este intento de cambio legislativo le seguirán otros en la línea de las recientes medidas tomadas en el Reino Unido por el gobierno laborista, relativas a la indicación de internamientos indefinidos para «perturbados mentales socialmente peligrosos».
Los miembros de la AEN no podemos consentirlo, tenemos el compromiso moral de realizar nuestra práctica profesional guiados por principios y normas éticas aprobadas en la Declaración de Madrid. Esta ha sido una buena ocasión para poner en práctica nuestra promesa realizada el 10 de octubre de 1998 (Día Mundial de la Salud Mental) aquello de que las personas que sufren enfermedades mentales corren el riesgo de que sus derechos no sean respetados. En el futuro tendremos en cuenta esta posibilidad y puede ser provechosa la reflexión de Victoria Camps: «la justicia no es perfecta ni constituye la totalidad de las exigencias éticas, necesita la solidaridad como compensación y complemento. La solidaridad es una virtud sospechosa porque es la virtud de los pobres y de los oprimidos. El desahogo y el bienestar materiales, al parecer, producen individuos egoístas e insolidarios, despreocupados de la suerte del otro y de los otros».

 

Carlos Dueñas Abril

 

Nota: Quiero destacar la contribución de los miembros y amigos de la «Comisión de Etica y defensa de los derechos civiles de los pacientes mentales» de la Asociación Andaluza de Neuropsiquiatría (Onésimo González, Fernando Santos, Borja Mapeli, Leopoldo Molina, Antonio León, José María Sánchez, Francisco del Río, Rosa Bendala, etc.), en las ideas aquí expuestas.