Desde hace unos días podemos encontrar en prensa, especializada y generalista, publicidad disfrazada de información en torno a la comercialización de un fármaco, Trevicta, avalada por diversos profesionales, concretamente psiquiatras y jefes de servicio de distintas áreas. Presumiblemente estas “noticias” aparentemente esperanzadoras tendrán mucho más recorrido en prensa que este excelente texto publicado hace unos meses en postpsiquiatría: “Antipsicóticos atípicos de liberación prolongada: despilfarrando el dinero de todos” en el que ya se desgranaban las trampas que subyacen a esta promoción; entre ellas la nula innovación terapéutica y la apuesta por un modelo basado en fármacos carísimos sin beneficio sobre sus equivalentes más baratos y cuyo coste-oportunidad pone en riesgo el modelo comunitario sobre el que deberían administrarse esos fármacos. También serán, presumiblemente, más leídas que las reacciones que hemos podido leer esta semana, como esta contundente entrada de Mad in América Hispanohablante donde se describe lo que subyace tras este tipo de publirreportajes. O que esta entrada de NoGracias donde recogen otra andanada de argumentos incontestables.

Hay una serie de batallas que por el momento tenemos perdidas. La publicidad disfrazada de ciencia hace mucho que revistió el interior de muchas consultas, muchas publicaciones y mucha investigación. Será un camino largo y tortuoso conseguir deshacer ese fenómeno y recuperar la credibilidad. La promoción de fármacos que aportan nula innovación terapéutica pero son divulgados como nuevos campa desde hace décadas pese al esfuerzo denodado de distintos organismos en combatir este fenómeno. Si bien no es un fenómeno exclusivo de nuestro campo, en los psicofármacos lo encontramos de forma repetida junto a estocadas muy dirigidas al desmantelamiento del modelo comunitario y la hegemonía del modelo biocomercial.

Queremos fármacos mejores, claro está, y queremos que haya investigación desarrollándolos. Pero no queremos los mismos fármacos presentados una y otra vez con caja y nombre nuevo («Me too«) para justificar sus disparatados precios y evidentemente no queremos que se venda como una ventaja el poder minimizar el seguimiento de los pacientes, por mucho que en una tabla de resultados eso pueda venderse como un éxito.

Pero aunque tengamos perdidas muchas batallas, no hay duda de que vamos a vernos en esta situación una y otra vez. Mientras sigamos sosteniendo la idea de que la solución al sufrimiento psíquico viene exclusivamente por un fármaco cuanto más nuevo mejor y que imaginamos perfecto y sin un solo efecto adverso, mientras gastemos en esa ilusión el presupuesto que podríamos gastar en una red que además de fármacos proporcionara otros recursos, mientras depositemos la esperanza de ese fármaco-mágico en empresas más preocupadas por los beneficios que por la verdadera innovación terapéutica, seguirán apareciendo en los periódicos publirreportajes que nos traigan cada pocos meses el fármaco definitivo™, olvidando todos los anteriores, olvidando que se sostienen sobre una ilusión falsa y que mantener esa ilusión nos impide hacer lo que sí podríamos estar haciendo.