estigma

Una historia de violencia.

En las últimas semanas hemos asistido a una serie de acontecimientos trágicos en los que se han visto implicadas varias personas diagnosticadas de enfermedad mental. Fatalmente amplificada por la cobertura que de este tipo de sucesos realizan algunos medios de comunicación, la alarma social que generan estos casos potencia la errónea vinculación entre el diagnóstico de un trastorno mental y la predisposición a actuar de forma violenta.

A pesar de que numerosas investigaciones demuestran que el diagnóstico de un trastorno mental no favorece la aparición de conductas violentas en un porcentaje mayor que en el resto de la población, y de que estudios recientes sugieren por el contrario que estas personas tienen una mayor probabilidad de ser víctimas que perpetradores de abusos y agresiones (véase, por ejemplo, H. Khalifeh et al. Violent and non-violent crime against adults with severe mental illness, The British Journal of Psychiatry, 2015, 206(4): 275-282), existe un sólido y muy extendido prejuicio según el cual las personas con un trastorno mental actúan de forma violenta e imprevisible, lo que conduce a comportamientos de miedo y rechazo hacia ellas. Todavía hoy, esta falsa creencia está hondamente arraigada en nuestra sociedad y condiciona no sólo el aislamiento social de estas personas y el tratamiento informativo de ciertos sucesos o la actuación puntual de las fuerzas de seguridad, sino también la orientación de unas políticas que, desgraciadamente, tienden más hacia el control y la contención que hacia el fomento de la recuperación y la vida en la comunidad.

De este modo, la ecuación entre enfermedad mental y violencia contribuye a generar más discriminación, exclusión social y sufrimiento del que ya padecen gran parte de estas personas, causando sentimientos de vergüenza y socavando su ya mermada autoestima y la confianza en sus posibilidades de llevar una vida más o menos normalizada. De hecho, muchas de ellas llegan a asumir de tal modo estos estereotipos, que creen que no merecen ni siquiera ser tratadas o vivir como el resto de los ciudadanos.

Desde la Asociación Española de Neuropsiquiatría-Profesionales de la Salud Mental, queremos mostrar nuestra gran preocupación por el daño que la circulación y la pervivencia de estos clichés, causa ante todo en las personas diagnosticadas, pero también en sus familias, amigos y en todos aquellos que trabajamos para intentar mejorar su bienestar.

Tal como se desprende de algunas informaciones recientes, nos preocupa especialmente la relación que se ha establecido en algunos casos entre el hecho de padecer una enfermedad mental, no tomar medicación y mostrar un comportamiento violento. Este planteamiento no solo tiende a cosificar a las personas tras su supuesto diagnóstico, sino que plantea un falso dilema, pues ni todas las personas con un trastorno mental precisan tratamiento farmacológico de forma permanente, ni la toma de medicación garantiza que no existan recaídas más o menos frecuentes, síntomas persistentes o un sufrimiento inveterado. Al reducir todas las opciones al tratamiento farmacológico, se desvirtúa una herramienta terapéutica que puede ser muy útil, pero que ni es infalible ni es la única que existe, generándose una expectativa simplista e injusta en torno a las circunstancias y las necesidades reales de estas personas.

En este sentido, nos parece especialmente importante denunciar la incompleta e inadecuada implantación de un modelo integral y verdaderamente comunitario de atención y apoyo a las personas con trastornos mentales graves, pues creemos que lo que más contribuye a su mejoría es poder desarrollar una vida normal, con acceso al trabajo, a un salario digno, a la vivienda y a ser tratados con comprensión y respeto. Y esto no se consigue con medicinas; se consigue a través del trabajo paciente y solidario de equipos multidisciplinares que coordinan y ponen en juego los recursos de la comunidad. Ciertamente, los recortes de los últimos años están haciendo desaparecer muchos estos equipos, pero la crisis actual de la asistencia psiquiátrica también se debe a la primacía de una ideología que individualiza los problemas, los descontextualiza y, en consecuencia, los reduce. Necesitamos, en suma, otro modelo en el que el respeto a la dignidad y la autonomía de la persona favorezca la toma compartida de decisiones; un modelo, en definitiva, en el que, gracias a la proximidad y a la creación de espacios comunes de diálogo y aprendizaje mutuo, las personas con un trastorno mental tengan otra perspectiva que la cronicidad y la exclusión.

Comprendemos que es difícil que la dinámica propia de los medios de comunicación y su exigencia de inmediatez, les permita prestar suficiente atención a la amplitud de matices y particularidades de cada caso en el que se encuentra implicada una persona diagnosticada de un trastorno mental –máxime cuando muchas veces se cuenta con muy pocos datos–, pero estamos firmemente convencidos de que huir de abordajes reduccionistas redundará en beneficio de todos.

Asociación Española de Neuropsiquiatría-Profesionales de Salud Mental (AEN-PSM)

Septiembre 2015