Mientras tanto en la prensa

Mientras tanto en la prensa: peligrosidad, sensacionalismo y mentiras

Vuelve a sorprendernos e indignarnos el enfoque periodístico en una “supuesta” noticia relacionada con las necesidades de las personas que sufren problemas de salud mental. Nos referimos a la publicada el pasado 22 de abril en el diario digital salamanca24horas.com bajo el titular: Las familias con enfermos mentales reclaman más psiquiatras para atenderlos”.

Tras este encabezamiento, podríamos esperar encontrar recogidas algunas de las frecuentes reivindicaciones de los familiares de personas diagnosticadas de enfermedad mental, a saber, más recursos y más profesionales y tal vez una queja sobre la situación deficitaria de la asistencia en este ámbito. No podemos estar más de acuerdo en peticiones como ésta, que desde nuestra asociación planteamos y apoyamos permanentemente, pero no a cualquier precio ni apoyadas en cualquier discurso. Y de esto va nuestro comentario de hoy.

Consideramos que fundamentar la reclamación a las administraciones en la falsa idea de la especial peligrosidad de las personas con sufrimiento psíquico, contribuye de modo notable a reforzar el estigma social asociado a los diagnósticos psiquiátricos, y además no promueve la puesta en marcha de recursos de ayuda o apoyo, ni a los afectados en primera persona, ni a sus familiares o allegados. Recopilar, con un enfoque sensacionalista, algunos sucesos en los que presumiblemente se han visto implicadas personas con problemas de salud mental, puede resultar comercial, pero es una grave distorsión de la realidad que ignora que éstas (en las estadísticas más pesimistas) están implicadas como actores en menos del 5% de los delitos violentos, pero son al menos 5 veces más propensos a ser víctimas si no se distingue el género, y hasta 8 veces más en el caso de las mujeres, que la población supuestamente sana.

Además, de esta construcción falaz sólo puede derivarse un tipo de reclamación, la que refleja este diario: resucitar los manicomios.

Y así leemos por ejemplo que:

El hecho de que no haya suficientes hospitales psiquiátricos ha provocado que la responsabilidad recaiga exclusivamente en las familias. Su vida es un continuo peregrinar por los servicios sociales y hospitalarios pidiendo infructuosamente que se  ingrese y trate a los enfermos clínicamente. En la actualidad no existe un lugar concreto donde internar a los enfermos mentales, de ahí que cuando surge un caso de alguno que genera problemas en la sociedad, se abre el debate sobre cómo atender a estas personas.

Sólo vamos a recordar aquí brevemente que la desinstitucionalización fue un proceso que se inició hace más de 30 años en España como una cuestión de derechos humanos básicos, y que desde entonces se plantea que el enfoque adecuado dirigido a aliviar el sufrimiento y promover la recuperación de las personas con problemas de salud mental es aquel que se da en la comunidad de la que todos formamos parte, tanto si somos felices como si sufrimos dolor emocional. Y esto no excluye que, ocasionalmente, se pueda requerir de un entorno más protegido para atravesar una crisis, servicio que prestan ahora las salas/plantas de psiquiatría de los hospitales generales en la mayor parte del país, y sobre cuya adecuación también tendríamos mucho que decir, pero en un sentido completamente diferente al que sugiere esta publicación.


Mientras tanto en la prensa: "es como la diabetes"

Continuamos con nuestro intento de mejorar el abordaje en torno a la salud mental en la prensa. En esta ocasión nos ha llamado la atención un artículo del periódico El País llamado “Un ejemplo de lucha contra el trastorno bipolar”. Aunque hay partes del artículo encomiables, como el tomar testimonios en primera persona; encontramos un párrafo que señalamos no sólo porque aparezca en este artículo en concreto sino porque nos parece representativo de una narrativa muy común en torno a los trastornos mentales; particularmente en aquellos cuyos límites se han ido diluyendo desde las figuras clásicamente reconocidas en la psicopatología clásica como era la psicosis maniaco-depresiva, hasta una definición tan laxa que parece querer incluir las variaciones propias de la afectividad humana, como pueda ser el actual concepto de trastorno bipolar.

Se trata del siguiente:

El tratamiento farmacológico es la piedra angular de la recuperación. (...) aunque el tratamiento dure años, un paciente con trastorno bipolar estabilizado -que lleva años sin recaídas-, llega a tener una vida normal “tal como un enfermo de diabetes”. Solo deberá tomar una simple medicación diaria y no olvidar sus límites emocionales, así como qué personas o situaciones cotidianas debe evitar.

La tan habitual narrativa “es como una enfermedad física” nos chirría siempre por varias razones. Una, que por contraintuitivo que resulte, sabemos que ese enfoque no sólo no disminuye el estigma entre la población general sino que lo aumenta. Otra, que, sin entrar a valorar la eficacia de la medicación para ciertos aspectos, reducir un trastorno cuya presentación no compete a un parámetro en sangre y sus potenciales complicaciones, sino a los sentimientos de una persona, sus relaciones sociales y aquello que constituye su identidad, simplifica y cosifica todos esos elementos. Y se simplifican y cosifican todo el resto de abordajes distintos a la medicación, que más allá de controlar la repercusión vegetativa del malestar, tratan de apoyar a la persona en la recuperación de su vida. No se trata de hacer una lista de sufrimientos humanos y colocarnos en orden, “esto es peor, esto es mejor”, simplemente consideramos que son muy diferente; del mismo modo que no vemos procedente comparar desahucios y miopía, no entendemos demasiado bien la costumbre de mezclar trastorno mental y enfermedad somática, por alguna razón casi siempre la diabetes.

Y yendo un poco más allá, y aunque hablar de la diabetes exceda nuestro campo como profesionales de la salud mental, no perdemos la oportunidad de señalar que incluso respecto a la diabetes, ese planteamiento de “basta con tomar la medicación e ir a las consultas” nos chirría. Como creemos que nunca se ha hablado suficientes veces del modelo de determinantes sociales de la salud, y particularmente en la prensa generalista (¡y la especializada!) lo echamos Mucho de menos, vemos una ocasión espléndida de volverlos a mencionar: depositar la responsabilidad del bienestar en el estilo de vida, obviando las condiciones de vida es falaz e injusto. Injusto para aquel cuya afectividad se dispara y escapa a su control, pero también para aquel cuyo páncreas regula defectuosamente las glucemias. Quizá nos podríamos plantear cómo va a mantener una “dieta equilibrada” alguien que trabaja diez horas al día y sólo tiene acceso a comida rápida de mala calidad, además de decirle “toma la medicación, ve a tus consultas”. O incluso cuestionarnos si estamos construyendo una sociedad en la que eso de “recuerda tus límites emocionales para no descompensarte de tu trastorno mental” es medianamente plausible. Seguiríamos, pero creemos que esta tabla, lo ilustra mucho mejor que nosotros.

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Podéis leer más en este blog, que aprovechamos para recomendaros encarecidamente.


Mientras tanto en la prensa: psiquiatría sí, pero crítica

Como profesionales de la salud mental nos alegra enormemente que se debata acerca del papel de la psiquiatría, sus diferentes derivas, las modas diagnósticas o las influencias comerciales que innegablemente influyen en la prescripción. Ahora bien, al hilo de este artículo que leíamos este fin de semana en ElPaís, nos surge un comentario. Creemos que es importante no enfocar la salud mental como un dilema psiquiatría sí/no o psicofármacos sí/no cuando la realidad clínica es harto más compleja. Al fin y al cabo si existe la antipsiquiatría es porque ninguna otra especialidad ha tenido que reunirse a votar si seguían considerando la homosexualidad como una enfermedad, como sí tuvimos que hacer nosotros. Son otros tiempos, pero lo primero para no repetir los errores del pasado es no olvidarlos. Y nuestra lista es muy larga.

La psiquiatría ha tenido una función opresora innegable, aunque también ha existido siempre un genuino esfuerzo por ayudar al que sufre y por intentar comprenderle. Pero no deja de ser llamativo que hayamos obtenido tan pocos resultados tras 50 años de tratamientos farmacológicos y psicológicos, de esfuerzos por encontrar las bases cerebrales de las enfermedades mentales, de búsqueda de diagnósticos fiables; todo ello aplicando concienzudamente la metodología basada en la evidencia. Algo se ha ganado, pero menos de lo que correspondería a tanto esfuerzo. Sin comprender lo que pasa, sin ser sensibles a los entornos familiares, sociales, económicos y políticos estaba cantado que ese esfuerzo iba a fallar. Los cerebros enferman, pero los desahucios no están en el cerebro; tampoco lo está la injusticia social, ni la vergüenza y el dolor que siente el que ha sufrido abusos sexuales.

También hemos visto aparecer efectos colaterales graves de los tratamientos en estos años. Hemos constatado que los mismos fármacos que alivian en un momento de intensa angustia también pueden arrasar la voluntad de una persona de modo que aunque no esté encerrada en un manicomio, lo parezca. Que por nombrar el malestar social con un diagnóstico y recetar un fármaco ¡o una psicoterapia! no sólo no se alivian sino que se pierden otras herramientas. Conflictos laborales que deberían resolver los sindicatos acaban en consultas de atención primaria/salud mental, resignificados en diagnósticos vagos y silenciados con Valium o coaching. Y así, podríamos enumerar cientos de ejemplos. El reduccionismo del modelo biomédico se critica en los primeros capítulos de cualquier manual de psiquiatría, pero hasta ahí llega la crítica. Quizá haya que perder el miedo a que la psiquiatría cambie su enfoque.

Modestamente, los que nos dedicamos a esto debemos reflexionar y ver qué caminos no vale la pena continuar y cuáles hay que abrir o reabrir. La psiquiatría tal y como la entendemos no nos ha dado las soluciones que nos prometió. ¿Tiene Whitaker la respuesta a todos los errores de la psiquiatría? Evidentemente no. Whitaker es un periodista que ha utilizado los datos y entrevistas de una forma divulgativa; que si bien no es muy rigurosa sí va en la línea de muchas otras investigaciones que sí lo son. Sería un error no escuchar lo que dice. Se ha dejado muchas cosas en el tintero (los determinantes sociales, las relaciones familiares patológicas, las experiencias traumáticas...) pero eso no quiere decir que su crítica no proceda.

¿Hacia dónde mirar ahora? ¿Qué pistas tenemos? Una muy clara es el respeto a los derechos humanos. Otra es deshacerse de los sesgos que han lastrado la investigación y la obtención de nuestro conocimiento. Hay que recuperar la curiosidad por los saberes profanos, por los saberes compartidos y por la escucha. Necesitamos una psiquiatría que no menosprecie el saber acumulado por la historia, la sociología, la antropología y tantas otras ramas del conocimiento, sólo por no hablar de moléculas. Puede que esas ramas comprendan mejor el sufrimiento humano que las concentraciones de serotonina en sangre.

Hemos de investigar, atender y tratar con miras amplias, pero también desde un modelo público y que garantice la equidad. Una crítica razonable al discurso de Whitaker es que pueda emplearse como argumento para descapitalizar la atención y abandonar a su suerte al que sufre. En un entorno como el estadounidense, donde figuras como Reagan utilizaron el discurso antinstitucional para vaciar en una semana todos los psiquiátricos de California, es una alarma justificada. Pero en nuestro medio la situación es distinta. Hay que defender las redes de salud mental públicas, continuar humanizándolas, impidiendo que se conviertan en nuevos manicomios, y exigir que sostengan una investigación diferente y bien dotada. Podemos criticar que se receten muchos antidepresivos, pero con lo que nos ahorremos hemos de organizar una sociedad que no se vea abocada a pedirlos; porque el malestar no necesite vestirse de diagnóstico pero también por atajar las raíces de ese malestar.

Para que la población esté mentalmente sana no necesitamos toneladas de valium (que lo utilizaremos, sí, pero sólo cuando sea imprescindible y como apoyo, no como solución). Necesitamos gastar el dinero en fomentar el asociacionismo juvenil, en un urbanismo solidario, en cuidar a los bebés y a sus padres, en darles acceso a toda la ayuda que necesiten, con y sin diagnósticos. Necesitamos redes sólidas de vivienda y en empleo. Es preciso invertir. ¡E incluso! evaluar los resultados.

Y dentro de otros 50 años volver a aceptar que eso está bien, pero si no hemos conseguido una sociedad mejor, estaremos todavía nadando contra corriente. Eso es lo que pensamos cuando escuchamos que “la psiquiatría no sirve de nada”. Que los profesionales de la salud mental somos como unas estaciones de bombeo que vuelven a poner en la corriente y en mejores condiciones a los que la misma corriente arrastra. Pero no conseguimos que evitar que la corriente siga su curso.


Mientras tanto en la prensa: TDAH

Con gran frecuencia en la prensa generalista vemos artículos, reportajes e incluso monográficos dedicados al mundo de la salud mental. Ya dedicamos el texto “una historia de violencia” a recalcar lo iatrógeno de la, tan habitual, falsa correlación entre violencia y trastorno mental. Pero no es lo único que nos preocupa. Si bien existe una gran variedad de enfoques y abordajes, tenemos la impresión de que lo habitual es encontrar una lectura exclusivamente biologicista (biocomercial, incluso) de todo lo relativo a la salud mental, lectura que tiende a dejar de lado las múltiples dimensiones del sufrimiento psíquico. Ciertamente no sólo pasa con la salud mental; que la ciencia sea sustituida por cientificismo positivista es tendencia en todo lo que tiene que ver con la salud. El positivismo excluyente y la promoción de enfermedades (disease mongering) rellenan muchas líneas de prensa y muchas horas de radio y televisión. Sin embargo en el campo de la salud mental se añade una característica más, y es que esa deriva cientificista (donde la ciencia deja de ser un método para adquirir conocimiento y se convierte en una doctrina)  pretende explicar de modo reduccionista y organicista todo lo que concierne a la subjetividad humana.

Por eso, desde la AEN, queremos compartir con vosotros algunos ejemplos de manejo en prensa que nos parezcan inadecuados o potencialmente dañinos y por el contrario, aquellos que consideremos un buen ejemplo. Al fin y al cabo, qué consideramos locura, salud, subjetividad, qué implica el constructo “enfermedad mental”, etc, se construye en gran parte en el discurso del día a día, y no sólo en los servicios asistenciales o las unidades docentes. He aquí nuestra humilde aportación.

En las últimas semanas nos han llamado la atención dos artículos en torno al siempre polémico “TDAH”:

"Cuando papá también es hiperactivo" de El Mundo
"Estamos ante una inflación diagnóstica de TDAH" de ABC

En el primero nos encontramos una lectura unívoca de un tema ampliamente controvertido. A la lectura meramente biologicista de un fenómeno más que complejo, se añade esa tendencia, tan habitual en prensa, a describir una situación de malestar desde un lenguaje que casi podríamos llamar promocional. En los tiempos de reportajes gancho (“lo que sucede a continuación te sorprenderá”) a veces tenemos la impresión de que se anima a los lectores al autodiagnóstico, o a buscar entre los conocidos quién podría cuadrar con esos síntomas.

En el segundo caso encontramos una lectura algo más abierta, que al menos permite plantearse preguntas. Si bien echamos de menos menciones a otro tipo de modelos teóricos como puedan ser los del psiquiatra Sami Timimi et al, que, desde la misma psiquiatría, incluyen una perspectiva cultural y un contexto sociológico ante el fenómeno TDAH, sí consideramos de agradecer que se transmita el choque de visiones que existe entre los propios profesionales al respecto de las personas a las que se imprime esta etiqueta diagnóstica.

Lo que nos preocupa es que, para quien lea estos artículos, sobre todo el primero, y a continuación reconozca algo de lo descrito en sus hijos (particularmente si son de temperamento nervioso) pensará en diagnósticos, neurotransmisores y medicación estimulante para mejorar el rendimiento. Sin embargo al hacer eso estará obviando un contexto con, probablemente una hipoteca impagable, una situación económica compleja, unos hijos creciendo en un sistema que les repite con alarmante frecuencia que hagan lo que hagan vivirán peor que sus padres y un sistema educativo ahogado que intenta suplir sus carencias con cantidades ingentes de deberes que consiguen que los niños tengan jornadas laborales dignas del s.XIX.

Desearíamos un periodismo en el que, ante el malestar y la gran cantidad de personas (niños en este caso) que no son capaces de alcanzar lo que la sociedad les exige, buscara eso de quiénes, cómo, cuándo y por qué; en vez de suspender el deseo de investigar al encontrar una justificación neuroquímica. Porque eso, lejos de ser ciencia, es cientificismo. Y tras la lectura exclusivamente biologicista del “TDAH” subyace un discurso político individualista y que concibe el bienestar y la salud como un producto de consumo. Pero unos padres que se pregunten si no será el sistema el que falla y no sus hijos, quizá se pregunten si el sistema no falla también con ellos. Quizá es eso lo que paraliza el afán de investigar, y no sólo la palabra “neurotransmisor”.